La ventana.
Con sus marcos de madera antigua, ennegrecida por el tiempo y el tacto. El pomo dorado, gastado por los años, ya sin brillo, como una joya heredada de una familia sin linaje. Las cortinas, anudadas con precisión, una a cada lado, como si sujetaran un telón que no termina de abrirse.
Esa ventana no da al exterior.
O no solo.
Esa ventana es la vía de escape de Jonh.
Es su frontera.
Su pausa.
Su remanso.
Frente a ella, cada mañana, se repite una ceremonia muda.
El caballete se coloca a la distancia exacta.
Los pinceles se alinean por número, por tamaño, por destino.
Las témperas, dispuestas como un ejército de colores silenciosos, esperan orden.
El trapo, siempre el mismo, doblado con simetría quirúrgica.
Todo tiene su lugar. Todo sigue un orden.
El mundo de Jonh está construido con estructuras invisibles, hilos de acero que nadie ve, pero que lo sostienen con una firmeza precisa. Si uno de ellos se rompe, todo puede tambalear.
La casa está llena de cuadros.
Ventanas dentro de ventanas.
Paisajes repetidos, pero siempre distintos en matiz.
En casi todos aparece él: al margen izquierdo del lienzo, los ojos grandes fijos en el horizonte, y Carmen, su madre, sentada en su butaca, silenciosa, constante, testigo incansable del milagro cotidiano de vivir.
Desde el embarazo, Carmen supo que su hijo era distinto.
No mejor.
No peor.
Distinto.
Los médicos hablaron pronto de evaluaciones, escalas, informes, palabras técnicas que se clavan sin avisar. Pero ella, Carmen, solo pensaba en la primera vez que notó que Jonh no la miraba al darle el pecho. No era desdén. Era otra cosa.
Él prefería seguir con la vista la danza de la luz en el techo.
—¡Será tímido! —decía su madre, con esa sabiduría popular que mezcla intuición y resignación—. Lo que necesita es un hermano. Se le pasará.
Pero no se le pasó.
Y no necesitaba que se le pasara.
Jonh no jugaba como los demás.
No gritaba.
No pedía.
Pero memorizaba canciones enteras sin saber leer.
Observaba la lavadora girar durante minutos enteros, hipnotizado.
Y a los tres años, ya sabía colocar los dedos con precisión quirúrgica para repetir los acordes que veía tocar a su padre en el piano.
El sacrificio fue prolongado.
Silencioso.
Invisible, casi siempre.
Carmen y su marido aprendieron a turnarse en las noches largas.
A mantener la calma en las crisis provocadas por un timbre, una palabra inesperada, un ruido fuera de lugar.
Aprendieron a bailar con las rutinas, a respetarlas como quien no pisa una grieta en el hielo fino.
Vivir con Jonh era como caminar en el filo de una cuerda floja.
Pero también como sostenerse en un equilibrio que enseñaba a mirar el mundo de otra forma.
Hoy, Jonh ha dejado el pincel antes de tiempo.
Y eso, para él, es un acto tan inusual como alarmante.
Carmen lo nota de inmediato.
Deja su libro sobre la mesa, sin hacer ruido.
Lo observa desde su butaca.
Jonh está de pie, frente a la ventana.
Cabeza ladeada.
Manos entrelazadas a la altura del pecho.
Los labios se mueven.
Repite una letanía incomprensible.
Carmen lo sabe.
Se avecina tormenta.
Ese radar que desarrollan algunas madres, el que nunca falla, le grita en silencio que debe estar preparada.
Por si acaso.
Por si hoy es uno de esos días en los que todo pende de un hilo más fino que de costumbre.
Jonh gira lentamente.
Camina hacia el piano.
Se sienta con exactitud.
Coloca los dedos.
Y comienza.
Re menor, La menor, Sol, Fa.
Re menor, La menor, Sol, Fa.
Una y otra vez.
Sin variaciones.
Sin florituras.
Sin quiebros que alteren el ritmo de su universo.
La música no es un juego.
Es un refugio.
Y cuando canta, lo hace con ese tono monocorde, que no busca la melodía, sino la contención.
Oh, oh, oh, ohhhh…
Ohhhh, oh, oh, oh…
Carmen, que no se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aire, lo suelta, despacio.
Apoya la espalda en el respaldo.
Sus uñas golpean rítmicamente el reposabrazos, acompañando los acordes.
Cierra los ojos.
No piensa.
No proyecta.
Solo está.
Está con su hijo.
Y mientras la música siga fluyendo, mientras esas notas repitan su mantra, todo será más fácil.
No perfecto.
No ideal.
Pero más vivible.
Porque a veces, vivir es eso:
Cerrar los ojos y dejar que la música suene.
Epílogo
A veces, la vida no sigue el guion que soñamos.
Llega con otras formas.
Con otros tiempos.
Con otros lenguajes.
“Vivir es fácil con los ojos cerrados” no es solo una frase hermosa.
Es una declaración de amor.
Un manifiesto silencioso de quienes aprenden a cuidar lo invisible, a bailar con lo imprevisible, a convertir la repetición en un acto de ternura.
Jonh es un niño con autismo.
Pero este no es un relato sobre diagnósticos ni cifras.
Es una historia sobre detalles.
Sobre una madre que ha aprendido a leer los silencios.
Sobre la música como puente.
Sobre las ventanas que se convierten en refugio y horizonte.
Porque quien convive con alguien en el espectro sabe que el amor se demuestra en la paciencia.
En la presencia constante.
En los gestos diminutos que sostienen los días.
Este relato no busca explicar.
Solo rendir homenaje.
A quienes viven.
A quienes acompañan.
A quienes aman sin condiciones.
Porque, mientras dure la música —esa que cada uno interpreta a su manera—,
vivir puede no ser más fácil…
pero sí más verdadero.