Puntual. Como quien no quiere faltar a una cita con la esperanza. Así se presenta Carmen en mi despacho.
El cabello recién arreglado —suavemente moldeado, como queriendo ser discreto—, un toque de maquillaje que apenas se nota. Ni busca deslumbrar ni pretende ocultarse. Solo quiere estar presente. Estar.
Nos damos la mano. Presentaciones, saludos de cortesía. Pero antes de que pueda tomar asiento del todo, ya asoma la primera lágrima. No es ruido ni súplica. Es lo que ocurre cuando alguien, de repente, se encuentra fuera de sí y no sabe cómo volver.
—Discúlpeme —dice—, ya he olvidado su nombre. Espero que no le importe.
—Es lo normal —le respondo con una media sonrisa que no intenta disfrazar nada—. Son los nervios. Me llamo Jonh.
Ella asiente. Y como si aquel nombre ya se le hubiera escapado, baja la vista disimuladamente a la palma de su mano. Allí, escrito con letra firme, se recuerda a sí misma por qué está aquí: una entrevista de trabajo. En mayúsculas, mi nombre. Debajo, más pequeño, el nombre de la empresa. Pequeños anclajes que sostienen un mundo que tiende al naufragio.
Vuelve a respirar hondo. La calma, provisional, parece regresar. Saca del bolso una libreta. Gastada. Usada. Cuidada. La abre por una página marcada con una cinta, como si fuera un diario que se retoma cada día desde el mismo lugar. No espera mi pregunta. No necesita introducción. Simplemente empieza.
—Notas de colores escriben mi vida —dice—. A modo de recordatorios. Porque mi soledad no tiene límites cuando la memoria se vacía.
Hace años le diagnosticaron un tumor cerebral. Lo cuenta sin dramatismo, con una naturalidad que duele. Le extirparon parte del lóbulo que hoy le impide retener el presente.
—Desde entonces —explica—, mi vida se detuvo. A corto plazo, todo es humo.
Todos, pienso, tenemos recuerdos que desearíamos olvidar. Pero ella no tiene opción. No hay filtro, ni equilibrio, ni distancia emocional. Solo extremos. Todo o nada. Y en su caso, casi siempre, nada.
—Ese es el último recuerdo nítido que tengo —continúa—. Estaba en la consulta de oncología. Sin una mano a la que agarrarme. Dejé volar quien era. Aunque solo para mí misma.
Sus hijas, en su mente, siguen siendo niñas. A veces, dice, confunde a la mayor con su nieta. Su marido, según le han contado, se fue. Pero ella no lo vio marchar. No recuerda su ausencia. Ni su adiós.
Vive envuelta en un sistema de supervivencia meticuloso. Pega notas por toda la casa. En el dormitorio, una hoja grande: su nombre. Y debajo, en letras que casi gritan: VIDA.
Cada despertador está sincronizado con una tarea. Cada alarma, un papel. Cada minuto, una pista para no perderse.
—Debo escribirlo todo en el momento —me dice—. Dejarlo para luego es un error sin retorno.
Me conmueve. Pero no me detengo. La entrevista no necesita continuar. El relato lo ha dicho todo.
—Carmen —le digo—, apúntelo en su libreta.
Mañana nos volvemos a ver, a la misma hora.
No tiene mucho sentido explicarle aún cuáles serán sus funciones. No es momento de eso. Lo importante ya está claro.
Está usted contratada.
La emoción dura lo mismo que el sonido del cierre de su bolso, cuando guarda la libreta con cuidado, como si fuera su única brújula.
Antes de marcharse, se vuelve hacia mí, casi en un susurro.
—¿Usted sabe cómo he venido yo hasta aquí?
No respondo. No haría falta. Porque sí, lo sé. No el trayecto físico. No el camino por la calle. Sino el otro: el que se recorre con coraje, con miedo, con voluntad ciega. Ese que no se mide en pasos, sino en decisión.
Nota del autor:
Han pasado ya siete años desde aquella mañana. Carmen sigue con nosotros. No ha faltado ni un solo día a su puesto. Tan puntual como en aquella primera entrevista.
Ahora, a punto de jubilarse, sé que mañana ya no me recordará. Pero aunque yo no exista en su memoria, tú, Carmen, permanecerás siempre en la mía.