Soldadito Marinero

El puerto amanecía con un olor a brea y sal que mordía la garganta. Jonh caminaba despacio—las prisas no le habían servido de nada en la guerra—, la chaqueta dobladita bajo el brazo y los zapatos todavía manchados de barro seco. Cada paso resonaba hueco sobre las tablas del muelle, como si el suelo devolviera ecos de órdenes que ya nadie le daría. Quiso recordar cómo era ser niño, correr detrás de una pelota, pero la memoria tenía agujeros que rezumaban pólvora.

En la taberna “El Náufrago Feliz” todo se mezclaba: humo de tabaco negro, ron barato y un acordeón que desentonaba lo justo para no aburrir. Allí, tras la barra, Carmen se movía con una calma venenosa, la cintura ondeando como bandera de tregua. Llevaba un pequeño tatuaje en la parte baja de la espalda—un ancla azul marino—que asomaba cada vez que alcanzaba las botellas de la estantería. Jonh la miró y, sin saberlo, su corazón escogió a la más hermosa y la menos buena, otra sirena que susurraba “te quiero” al precio de un trago y una sonrisa que no prometía puerto seguro.


Durante semanas, el soldadito marinero creyó haber conquistado la luna llena. Navegaron taburetes de bar en bar, coleccionaron besos que sabían a clavo y canela, compartieron mentiras bonitas (“un día compraremos un velero y nos perderemos en el sur”) y se juraron amaneceres sin resaca. Pero las sirenas de las canciones no se quedan cuando suena la sirena real del alba, y Carmen, que tenía aversión a los amores sin rumbo, empezó a soltar lastre: primero dejó de girarse cuando él entraba, luego borró su nombre con espuma de cerveza y, al final, una noche cualquiera, saltó del barco sin mirar atrás.

Jonh intentó remendar aquel hueco con alcohol. Cada botella vacía era un casquillo disparado contra su propio pecho. Los viejos marineros le advirtieron que el mar no cura heridas; solo las oxida. Pero él siguió bebiendo hasta que las luces del puerto se volvieron faros que se reían de su soledad.

Una madrugada de viento húmedo comprendió que Carmen era, al fin, todo lo que siempre fue: un espejismo pintado sobre la espuma. Entonces se quitó la chaqueta, la dobló con el mismo cuidado de antaño y la dejó sobre el mostrador grasiento de la taberna. Salió a la calle con el pulso despierto y la tristeza bien peinada, como quien acepta que los recuerdos duelen menos si no se les discute.


Ahora Jonh trabaja reparando redes en un rincón del muelle. Silba un blues ronco mientras los chavales persiguen pelotas que rebotan entre cajas de pescado. A veces, cuando el sol se enciende sobre la lámina plana del Atlántico, cree ver una silueta de mujer pasando a lo lejos: la cintura serpentea, el ancla titila, y por un instante el mundo parece suspender la marea. Pero bastan un parpadeo y un aleteo de gaviotas para devolverlo al aquí y al ahora.

Y al hacerlo sonríe. Porque ha comprendido que la luna llena no se toca, que las sirenas se marchan justo cuando su canción termina, y que la vida—como las redes que zurce—se repara más de lo que se estrena. Quizá Carmen algún día regrese con un puerto nuevo tatuado en la piel o, tal vez, nunca vuelva; da igual. Jonh ya no necesita rescatarla de ningún naufragio ni escribir su nombre en la arena mojada.

Ha encontrado otra brújula: la que late despacio en su bolsillo, marcando pequeños nortes cotidianos. Y mientras el olor a brea vuelve a alzarse, el soldadito marinero aprieta un nudo y se dice, bajito, que aún queda mar por recorrer, pero esta vez lo hará con rumbo firme y los ojos bien abiertos, sin esperar sirenas que le vendan promesas sobre la espuma.


Epílogo

La travesía de Jonh nace a la sombra de “Soldadito marinero”, la canción que Adolfo “Fito” Cabrales escribió para Fito & Fitipaldis y que, desde su publicación en el álbum Lo más lejos a tu lado (2003), convirtió un estribillo de desencanto en himno generacional Wikipedia. En sus estrofas late la misma paradoja que sostiene este relato: el anhelo de tocar la luna —esa sirena que promete puertos de colores— y la certeza de que, cuando la espuma se retira, sólo queda la sal pegada a la piel.

Como el protagonista de la canción, Jonh idealiza a su sirena hasta volverla leyenda; construye con sueños lo que la vida le niega y se aferra a un amor que siempre fue de agua. Pero, al final, ambos descubren que el naufragio también enseña a nadar. “Soldadito marinero”, susurra Fito, “conociste a la más guapa, la sirena de las carteras llenas”… y sin embargo ahí sigue el soldado, remendando redes con la dignidad de quien aprende a ser capitán de sí mismo.

Así, el puerto gris donde Jonh zurce cuerdas se vuelve símbolo de una esperanza más humilde y más verdadera: no la de volver a conquistar la luna, sino la de caminar con paso firme aceptando que las sirenas vienen y se van. Ese gesto —apretar un nudo y alzar la mirada al horizonte— es la última lección que la canción regala y que el relato abraza: la vida continúa, y aún queda mar por recorrer, aunque esta vez se navegue sin promesas sobre la espuma.

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