Sale el sol, con esa pereza antigua que tienen las mañanas cálidas, y él carga su vara de bambú sobre los hombros. A cada extremo, cajas con botellas de agua tintinean suavemente, como si fueran campanas discretas anunciando que el día ha comenzado.
Su camiseta es la misma de ayer. También será la de mañana. Se adhiere a su espalda como si ya conociera cada pliegue, cada gota de sudor que está por llegar.
El sol pega con fuerza, pienso yo, mientras ajusto la correa de la mochila y me aseguro de llevar protector solar.
Hace un buen día, sí señor, piensa él, o al menos eso quiero imaginar. Su ritmo al subir es distinto al de los turistas. Él no se detiene para fotografiar el paisaje, no saca el móvil para documentar el ascenso. Su mirada no se distrae. Cada escalón es un cálculo. Cada paso, una inversión.
No hay mucha cola en el puesto de bebidas, ahí abajo, junto al pequeño supermercado que se encarama en la falda de la montaña. La gente se abastece antes de subir. Provisiones justas: agua, algún dulce empaquetado, frutas envueltas en plástico. Arriba, todo cambia. Dos, tres o cinco yuanes. Ningún precio alcanza el euro, pero todo parece más caro cuando el sudor empapa la camiseta.
Y sin embargo, no es abuso. No es usura. Es esfuerzo. Es economía de la ladera.
Ya no quedan muchos samaritanos. Esto no es caridad, es negocio. Dar de beber al sediento tiene un precio. Y mientras observo cómo sube con su vara al hombro, los músculos tensos, la frente perlada, empiezo —casi sin querer— a hacer cuentas.
Seis cajas, veinticuatro botellas cada una. Ciento cuarenta y cuatro oportunidades de vender un sorbo de alivio. Al cambio, tal vez unos cien euros. Dejo de mirar un momento. Me siento mezquino, como si fisgara su cartera. Como si, desde mi cómoda distancia, intentara reducir su jornada a una tabla de Excel.
Y luego vienen los descuentos: el proveedor del agua, la licencia para el puesto, el socio que atiende el mostrador mientras él sube y baja, las botellas que se caen, las que no se venden, las horas muertas. ¿Un 35% de beneficio limpio? Siendo optimistas.
Subimos por las mismas escaleras, pero nuestros caminos son distintos. Mis piernas duelen por la caminata; las suyas por el trabajo. Yo busco la cima como experiencia. Él la conquista varias veces al día por necesidad.
Decido comprar una botella. No por lástima. No por culpa. No es limosna. Es gesto. Es reconocimiento. Es decirle con una moneda que valoro su trayecto y también el mío. Que sé que este sorbo me sabe mejor, no por el agua, sino por lo que ha costado llevarla hasta aquí.
El tiempo pasa y en apenas diez minutos ha vendido tres botellas. ¿Podría vender 18, 20 a la hora? Tal vez. Quizás menos. Su ingreso limpio, un tercio si acaso. Pocas monedas que pesan más que el bambú que lleva al hombro.
Y ahí sigue él. Camiseta adherida, vara al hombro, escaleras por delante. Sube. Baja. Vuelve a subir.
Como si el sol no quemara.
Como si la montaña no pesara.
Como si su día no tuviera fin.