Muy poco de lo que podría suceder sucede

La mañana que Carmen me llamó por teléfono para darme la noticia, algo dentro de mí se rompió en silencio. Mi mente, como buscando refugio en lo inmediato, volvió a la noche anterior.
Había estado mirando por la ventana, distraídamente. A lo lejos, sobre la autovía, unas luces intermitentes de ambulancias y bomberos danzaban en la oscuridad.
Pensé —como quien piensa sin pensar— que algo grave estaba ocurriendo.
Pero no hice nada. Cerré la cortina. Me acosté.
Y al despertar, mis rutinas lo habían olvidado todo.

Sin saberlo, esa misma noche, Jonh se debatía entre la vida y ese lugar sin nombre al que uno va cuando ya no está aquí, pero aún no se ha ido del todo.

Nada de lo que tenía que suceder, ocurrió.
Todo lo que parecía improbable, sucedió.
Así sollozaba Carmen al otro lado del teléfono.

Había comenzado a llover mientras regresaban a casa. El parabrisas dibujaba surcos inciertos. De pronto, un estruendo. Un golpe seco. Un cuerpo volando por los aires.
Un motorista.
Despedido hacia la mediana.
Jonh no dudó. Detuvo el coche en el arcén, bajó, corrió hacia la escena con esa determinación que a veces tienen los buenos por instinto.
Carmen, desde el coche, llamaba a emergencias.
Pocos minutos después, entre luces, sirenas y manos enguantadas, un hombre era trasladado en camilla a la ambulancia. Carmen se acercó.

Era Jonh.
No el motorista.
Jonh.

Había tropezado en la oscuridad. Cayó al vacío desde el lateral del puente.
Un mal paso. Una mala suerte.
Un acto de valentía transformado en tragedia.

En los instantes en que descubres la fatalidad, el mundo se detiene.
No hay sonido reconocible.
Solo un eco sordo, un zumbido constante.
Un vértigo inmóvil que te impide procesar nada.
Todo ocurre, y no lo entiendes.
Todo duele, pero aún no sabes cómo ni dónde.

Jonh, pensaba Carmen, tu corazón es más fuerte que todo esto.
Tú siempre me lo decías:

“Nada nos podrá detener. Siempre juntos.”

Y durante los meses que siguieron, ella permaneció junto a él.
Sentada, quieta, inquebrantable.
De día y de noche.
Cuidándolo.
Hablándole.
Sosteniendo su mano con firmeza y ternura.
Repitiendo los momentos compartidos. Las frases. Las risas. Incluso las discusiones.
Como si al nombrarlos, pudiera devolverle su memoria.
Como si su voz tejiera un hilo entre el coma y el regreso.

«Ya he vuelto», solía decir él al volver del trabajo.
Carmen esperaba volver a oírlo.

Y un día, Jonh despertó.
Abrió los ojos.
Miró a la mujer que tenía junto a él.
Y con voz débil pero firme, le dijo:
—No sé quién eres. Vete. Por favor… no vuelvas más.

Carmen tragó saliva.
No supo qué responder.
La impotencia no siempre grita.
A veces solo aprieta el pecho y llena los ojos.

Él no recordaba.
Ella no podía olvidar.

Se dijeron adiós sin quererlo.
Cada uno por un motivo distinto.
Pero ambos sabiendo que algo se rompía ahí.

Carmen salió decidida de aquella habitación.
Regresó a casa.
Y se enfrentó a lo más difícil:
a los recuerdos en los que aún estaban juntos.

Los buscó.
Los abrió.
Los lloró.
Y entre todos ellos, encontró el más valiente.
El más puro.
El más real.

Volvió al hospital.
Ya no era la misma.
Ni Jonh tampoco.

Y frente a él, sin saber si su corazón la reconocería aunque su mente no pudiera, se arrodilló con la misma suavidad con la que cada día le tomaba la mano.

—En mi vida no hay amor si no estás tú —dijo, mirándole a los ojos—. ¿Quieres casarte conmigo?

Él la observó.
Silencio.
Un parpadeo.
Un gesto fugaz.

Y entonces, sin palabras, comenzó a girar con el pulgar el anillo sobre su dedo anular.
Como siempre hacía.
Como siempre había hecho.
Como quien juega con el amor sin saberlo.

—Sí —respondió.

Y en ese instante, ella supo que, aunque muy poco de lo que podría suceder sucede…
lo más importante aún era posible.

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