La lluvia madrileña caía con esa parsimonia que sólo conoce el otoño cuando Jonh marcó, una vez más, el número extranjero que se le había tatuado en la memoria. El tono se estiró hasta parecer un hilo de luz demasiado tenso y, al fin, la voz de Carmen llegó envuelta en sonidos de ascensores y murmullos de hotel.
—¿Cómo estás? —preguntó él procurando que no le temblara la voz—. ¿Ahí es de día o de noche?
Carmen describió avenidas que ardían al atardecer, cúpulas doradas reflejadas en un mar que parecía de mercurio y la elegancia casi irreal de aquel hotel que prometía romanticismo con playas de catálogo. Jonh cerró los ojos para imaginarla en ese decorado perfecto, tan distante de la ventana empañada donde Madrid seguía gris y tozuda. Cada gota contra el cristal recordaba que la ciudad era la misma y, sin embargo, todo se había desplazado un milímetro fuera de eje desde que ella se marchó.
—Aquí nada cambia —confesó, con el reloj avanzando como plomo fundido—, sólo que no estás… y el tiempo se vuelve lento.
Del otro lado, se escuchó el golpeteo de puertas, quizá la risa de alguien, y una punzada le atravesó el estómago: el miedo a que, en aquel paraíso de postal, Carmen encontrase otra música que no lo incluyera. Se aferró a la promesa de su regreso con la desesperación de quien sostiene un paraguas de papel bajo la tormenta.
—Llama cuando puedas —rogó—. Mi soledad y yo no sabemos llevarnos sin ti.
Colgó y quedó hablándole al eco del auricular. Empezó a dibujar, una vez más, el reencuentro que inventaba cada noche: Carmen saliendo por la puerta de llegadas, la bufanda volando como una bandera de rendición, el beso larguísimo que borraría los días de distancia. Después caminarían bajo las luces de la Gran Vía, y él le mostraría cómo el asfalto mojado podía brillar tanto como el mar que ahora la rodeaba.
En voz baja, para nadie, Jonh practicó la promesa que le repetiría al verla:
—Te besaré como nadie te besó, te amaré con la piel, la mente y el corazón. Vuelve, que te esperamos… mi soledad y yo.
Pasaron tardes que parecían años hasta que el teléfono sonó. Carmen pidió disculpas atropelladas, un sol poniente tiñéndole la voz. Al fondo se colaba un timbre masculino; ella respondió en un susurro, le pidió que hablara más bajo. Hubo un silencio frágil como cristal recién soplado.
—No pasa nada —dijo Jonh—. Sólo… dile que te cuide. ¿Me lo prometes?
Cuando colgaron, se quedó con las manos inmóviles sobre la mesa, dos tazas de café enfriándose: una para él y otra para el hueco donde ella solía sentarse. Por primera vez comprendió a su soledad; la invitó a la silla opuesta y ambos compartieron un mutuo silencio lleno de nombres.
—No llores —se dijo al reflejo—. Haz como si todo estuviera bien.
Mientras afuera los paraguas abrían y cerraban su coreografía sobre la acera, Jonh volvió a pulir el encuentro imaginario que lo mantenía en pie. En algún lugar del mundo Carmen colgaría el teléfono, secaría sus ojos y recordaría que hay un hombre en Madrid que la espera con la misma terquedad con la que la lluvia golpea los cristales.
Y así siguió la ciudad, empapada y tozuda, mientras un corazón contaba las horas con la cadencia de una canción que susurra: vuelve pronto… te esperamos… mi soledad y yo.
Epílogo
El telón cae y la habitación queda a media luz, pero las palabras siguen vibrando con la misma cadencia que Alejandro Sanz imprimió a “Mi soledad y yo”, la balada que vio la luz como segundo sencillo de su álbum 3 en 1995 Wikipedia. Aquella canción le dio voz a la espera y la convirtió en mapa: enseñó que un corazón puede dialogar con la lluvia, que la ausencia se pronuncia de tú a tú y que la soledad, cuando se nombra, deja de ser enemiga para volverse compañera.
Sobre esa melodía navega ahora la historia de Carmen y Jonh. Él la imagina perfecta, intacta, suspendida en el aire cálido de un hotel frente al mar, y en esa idealización encuentra refugio. Porque amar a alguien que no está implica levantar un escenario donde la realidad quede difuminada y la esperanza, en cambio, ocupe todo el foco. Así como Sanz sueña con el reencuentro —ese beso que promete abarcar piel, mente y corazón— Jonh transfigura cada gota sobre el cristal en una nota musical que le recuerda que aún hay concierto pendiente.
Tal vez, cuando Carmen vuelva, no se parezca del todo a la silueta que él custodia. La vida, como la música, desafina ciertas esperas. Pero eso no vacía el milagro: al contrario, revela que la esperanza es menos un juramento de exactitud que un pulso que nos mantiene de pie; el mismo pulso que hace posible seguir amando incluso lo que todavía no regresa. Y cuando por fin la puerta se abra —si se abre— la idealización dejará paso a la mujer real, con sus silencios y sus nuevas arrugas, y aun así Jonh reconocerá la melodía: no será idéntica a la que ensayó en la cabeza, pero conservará la nota fundamental que Alejandro Sanz dejó suspendida sobre aquel piano en 1995.
Porque el amor, al fin, se parece a esa canción: es un puente tendido entre lo que somos y lo que soñamos, entre la ciudad que llora bajo el cielo gris y la playa perfecta de una postal. Y basta con que alguien diga “vuelve pronto” para que la música, obstinada, vuelva a empezar.