Llega la hora del recreo y el patio del colegio se llena de gritos, carreras y zapatillas gastadas. El momento más esperado del día. Mientras los equipos se organizan al grito de «¡yo con este!», «¡falta uno!», «¡nos toca primero!», Jonh aparece, siempre el último. Pero nadie se impacienta. Porque Jonh, aunque llegue a su ritmo, es imprescindible.
Sus muletas golpean con firmeza el suelo, como si marcaran un compás. Cada paso está medido, cada movimiento guiado por una voluntad que no necesita exhibirse. Jonh no corre, no necesita hacerlo. Sabe que todos lo están esperando.
Cuando por fin se planta junto a sus compañeros, las dudas desaparecen.
—¡Jonh para mi equipo! —gritan varios.
Y nadie discute. Porque dejarlo escapar es perder una oportunidad de oro.
Jonh es un portero de leyenda.
Mientras todos sueñan con ser delanteros, marcar goles imposibles, alzar los brazos como sus ídolos y recrear celebraciones absurdas, Jonh sueña con paradas.
Con estiradas imposibles.
Con manos que vuelan.
Con el silencio que sigue a una parada magistral, justo antes del aplauso.
No tiene miedo. Tiene reflejos. Felinos, dicen.
Y razón no les falta. Bajo los palos, Jonh se convierte.
Sus muletas, que le ayudan a sostenerse en la vida diaria, se transforman en parte del juego. Las usa para impulsarse, para ganar tiempo al balón, para desafiar lo que otros considerarían un límite.
Y lo más asombroso: tiene visión de juego.
Desde su portería, dirige a su equipo.
Ordena, aconseja, anima. Es portero, pero también capitán.
Y a ratos, hasta entrenador.
Sabe leer los movimientos, anticiparse a las jugadas, corregir la posición de sus compañeros. Lo hace con serenidad, sin imponerse, como quien ha aprendido a confiar en su voz.
Cada vez que su equipo marca un gol, todos corren hacia él.
Sí, hacia su portería.
Allí se forma la piña.
El abrazo colectivo.
La pequeña celebración del nosotros.
Porque aunque el gol lo haya marcado otro, todos saben que empezó atrás, en sus manos, en su confianza, en su entrega.
Jonh nació con espina bífida.
¿Qué significa eso?
Pues que su cuerpo le exige más para hacer lo que otros dan por sentado.
Y que su carácter se templó desde temprano.
—No importa las veces que te caigas —le repetía su madre, Carmen—. Lo importante es cuántas veces decides levantarte.
Y Jonh decidió.
No una, sino todas.
Aquel día, de vuelta del recreo, la profesora lanzó la pregunta de rutina:
—¿Qué queréis ser de mayores?
Y sin dudarlo, Jonh respondió con voz clara:
—Portero. Como Arconada.
Hubo un segundo de silencio, y entonces la profesora, sin mala intención, soltó una carcajada.
—Eso es imposible, Jonh.
El aula estalló en risas. Pero no eran crueles.
No se reían de Jonh.
Reían por la profesora.
Porque para todos ellos, la que estaba equivocada era ella.
Jonh era el mejor jugador del colegio.
Y si alguno de ellos tenía futuro en el fútbol, ese era él.
Los años pasaron.
Y sí, es verdad: la carrera profesional en un equipo de primera nunca llegó.
Pero la pasión por el deporte nunca lo abandonó.
Siguió practicando. En otras disciplinas. En otras pistas.
Ahora con su inseparable silla de ruedas deportiva.
Ahora con otras metas. Otras redes. Otros podios.
Y lo que no fue una liga nacional, fue algo mejor: un ejemplo.
Porque cada vez que aparece en la prensa o en la televisión, con una medalla colgada al cuello y una sonrisa que no cabe en la pantalla, sus antiguos compañeros sienten orgullo.
No porque fue el mejor portero del recreo.
Sino porque sigue siéndolo, de otra manera.
Con más reflejos que Arconada.
Y más corazón que nadie.