Apetecía Dalí.
Más que una exposición, más que un plan cultural de domingo lluvioso. Apetecía sumergirme en su delirio ordenado, dejarme absorber por la espiral de su locura lúcida, sentarme a la mesa de su universo como invitado hambriento.
Tenía hambre de arte, de sueños, de un poco de absurdo que me sacara del gris cotidiano.
Entré al museo como quien se sienta en un banquete.
Dispuesto a dejarme devorar por las imágenes.
A saltar de un cuadro a otro como quien salta charcos de infancia.
A perderme en bigotes imposibles, relojes derretidos, paisajes donde el tiempo es líquido y el deseo toma forma de cuerpo alargado.
Y sin embargo, el suflé no subió.
Algo falló en la cocción.
Pasé del todo a la nada en un instante.
De la emoción desbordada a la decepción plana.
Del entremés esperando al postre… al postre que nunca llegó.
Allí estaba, deambulado entre lienzos sin latido, como si me hubieran servido la réplica de un manjar sin alma. Las páginas de una revista, colgadas en la pared, envueltas en marcos de madera sin esencia. Papel y tinta electrónica disfrazados de arte.
Perdido, no solo en la sala.
Perdido, en todos los sentidos.
Y entonces,
sin sonido, sin aviso,
sus brazos vinieron por detrás.
Y lo supe.
Supe que era ella.
Porque hay abrazos que no necesitan rostro.
Abrazos que reconocen la piel, el ritmo del corazón, el temblor de la respiración.
Ese abrazo.
El de Carmen.
Un abrazo que huele a mar y provoca suspiros.
Que sabe a sal, y se puede sorber con una sonrisa.
Que te tiembla las piernas y, sin embargo, te hace sentir firme.
Que cruje los huesos y te penetra el alma.
Un abrazo que es todos los abrazos.
El primero y el último.
El que recordabas.
El que pensabas que no volvería.
Y en mitad de ese abrazo sin tiempo,
ella susurró en estéreo, como si su voz viniera de dentro y de fuera:
«Los genios no deben morir…»
Y entonces sucedió lo imposible.
Los cuatro nos sentamos a la mesa.
Gala y Dalí.
Ella y yo.
Una cena con manteles blancos y platos imposibles.
Y hablamos.
De lo que se habla en estos reencuentros que no se planean.
Del menú, sí, pero también de “¿te acuerdas de…?”
Y de “aquella vez que…”
Y de todo.
Y de nada.
Y de todo otra vez.
Y de la nada que se llena solo con la presencia.
Las palabras se atropellaban, como niños en una carrera sin meta.
Los recuerdos se mezclaban como pinceladas húmedas en un óleo sin secar.
Las risas se entrelazaban con silencios sin pudor.
La velada tocaba a su fin.
Gala se levantó, bailando como si el pañuelo de seda en su mano fuera una extensión de su cuerpo, creando estelas que quedaban flotando en el aire como perfume.
Dalí se mesó el bigote, ceremonioso, y con la cuchara del postre mojada en vino comenzó a trazar figuras invisibles en el aire.
Como buscando en lo etéreo la línea exacta que separa al genio del loco.
Y yo, desde mi rincón, observaba deslumbrado.
Miraba el gesto, el movimiento, la escena que solo podía pertenecer a un sueño.
Ella volvió a abrazarme.
No hizo falta nada más.
Cerré los ojos.
Un pestañeo.
A cámara lenta.
Y Carmen ya no estaba.
Solo su voz,
sola, firme, clara,
a capela, como quien canta una verdad sin acompañamiento:
Queremos genios en vida,
Queremos que estés aquí.