El paso del caballo

A Jonh no le gustaban los abrazos.
No los pedía, ni los rechazaba. Simplemente no los buscaba.
Tampoco el contacto visual. Era como si su mirada, grande y líquida, prefiriera no posarse sobre nada por demasiado tiempo.

El mundo le llegaba a ráfagas. Demasiado fuerte.
Demasiado ruidoso.
Demasiado todo.

Carmen, su madre, ya no esperaba respuestas.
Había aprendido a leer los gestos más que las palabras.
El silencio, en su casa, no era un vacío: era otro idioma.
Uno que costaba, pero que con el tiempo, ella había aprendido a descifrar.

Un día, alguien pronunció la palabra “caballos”.
Carmen alzó la vista.
No era una terapia como las demás, dijeron.
Era algo distinto. No funcionaba en todos. Pero a veces…
a veces, ocurría algo.

La primera vez que llegaron al centro, Jonh se quedó de piedra.
No lloró.
No se agitó.
No habló.
Solo observó.

Un caballo castaño, enorme, de paso lento, se le acercó.
Jonh no se movió.
Tampoco parpadeó.

Los primeros días, se limitaba a mirar desde la valla.
Sus manos tensas, los hombros recogidos.
Como si su cuerpo supiera que no estaba en peligro, pero aún así necesitara tiempo.

Y el tiempo… hizo lo suyo.

Poco a poco, Jonh se dejó guiar.
Primero al establo.
Después, al cepillo.
Más tarde, al lomo.

Montó sin resistencia. Sin sonrisa. Sin miedo.

Y entonces ocurrió.
En el primer trote, leve y acompasado, Jonh se aferró a la crin del animal como quien toca algo sagrado.
Carmen, desde el otro lado de la pista, contuvo el aliento.
El instructor, sin decir nada, bajó el ritmo.
Jonh levantó el rostro.
Y por un instante, miró al frente.

Era solo un segundo.
Pero fue la primera vez que su cuerpo se extendía más allá de sí mismo.

Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños milagros.
Jonh, que siempre caminaba en puntillas, comenzó a apoyar todo el pie.
Jonh, que no soportaba ser guiado, ahora dejaba que el caballo le marcara el paso.
Jonh, que no pronunciaba más que palabras sueltas, comenzó a decir su nombre.
Y luego el del caballo:
Bruno.

Carmen lo escribía todo.
Como si temiera que se le escapara lo vivido.
En casa, colgó en la nevera una hoja con una frase nueva:

“No hay tierra firme más estable que el lomo de un caballo.”

Jonh seguía siendo él.
Callado. Preciso. Lunar.
Pero ahora, al menos, había un lugar donde su cuerpo encontraba ritmo.
Donde su mente descansaba.
Donde su alma, sin que nadie la forzara, comenzaba a florecer.

Porque a veces, la terapia no ocurre en una consulta.
A veces ocurre al paso.
Al trote.
A galope suave.

A veces ocurre cuando un niño encuentra en un animal lo que no encuentra en el mundo:
una conexión sin palabras.
Un diálogo sin presión.
Un amor sin condiciones.

Y Carmen lo supo.
Ya no necesitaba que su hijo hablara.
Él ya se estaba diciendo.

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