El leve ronroneo de los secadores flotaba sobre la peluquería del barrio como un canto eléctrico, y allí, entre mechones que caían en tirabuzones brillantes, Jonh descubrió el pulso que marcaría su destino.
Desde niño, su cuerpo ardía con los cantos que venían del otro lado del mar. No había guitarra ni tambor—solo aquella música que le nacía en los talones y trepaba por su columna, obligándolo a inventar giros tan suyos como el primer nombre. Entre fragancias de espuma y colonias simples, aprendió a asociar los sueños con aromas: unas veces a menta fresca, otras al leve sudor que perlaba unos pechos recién liberados.
Todo aquel fuego encontró cauce una mañana en que Jonh cruzó la puerta de la peluquería y vio a Carmen. Las tijeras tintinearon en sus manos, y la luz se posó sobre su cabello como polvo de oro. El latido de Jonh se quebró en un compás nuevo; supo, con certeza casi infantil, que había nacido para bailar abrazado a esa mujer y a su perfume de jazmín y laca.
—Carmen, mi vida, casémonos —dijo de pronto, sin titubeos—. Yo bailo y tú me sueñas; así contaremos los años.
Carmen soltó una risa breve—el chasquido exacto de unas tijeras que cierran—y alzó la mirada aún tibia de carmín:
—Nos casamos, Jonh —aceptó—, pero prométeme un paso distinto cada amanecer para que este corazón no se duerma.
Cumplieron el pacto al pie de la letra. No caminaban: danzaban. Desayunaban en círculos, convertían los pasillos en pasarelas minúsculas y por las noches se fundían hasta perder el aliento. Jonh, empapado en ternura y colonia de manzana verde, temblaba ante la idea de que un acorde torpe pudiera romper el encanto. Por eso, cada vez que la lluvia golpeaba los cristales, la aferraba con más fuerza—casi sin dejarla respirar—temiendo reconocer un silencio irrevocable.
Pero las lluvias también cuentan historias. Una tarde gris, la música se deslizó bajo la puerta en tono menor. El río cercano, crecido y oscuro, murmuraba territorios más hondos. Carmen, que llevaba días peinando nostalgias, salió a la calle con el cabello suelto. Jonh corrió tras ella, pero sus pasos parecían negarse: era como si el baile hubiera quedado atrapado en un vinilo rayado.
La encontró sobre el viejo muelle, frente a la corriente embravecida. Carmen giró despacio; sus ojos no mostraban miedo, solo un cansancio luminoso.
—Amor —dijo—, los recuerdos pesan menos que un pasado vacío. Guárdame bailando, no permitas que el amor se oxide en silencio.
Y se lanzó al agua.
El chapoteo extinguió su nombre, su risa, sus promesas. El río bebió todo en un único latido.
Cada noche, Jonh enciende el tocadiscos de la peluquería—aunque ya no entren clientas ni zumban las tijeras—y baila. Gira solo, con los ojos cerrados, envuelto por la nube de laca que funciona de foco. Abraza el aire con la urgencia de quien teme olvidar el peso justo de unos pechos amados y, mientras su sombra se alarga sobre el suelo encerado, reza la antigua súplica:
—Abrázame fuerte… más fuerte… que no pueda respirar…
Porque si deja de bailar, puede que Carmen se le escape por segunda vez. Pero mientras el paso persista, ella seguirá allí: en cada mechón que cae, en el chasquido de las caderas, en la lluvia que ahora suena como percusión. Así, el amor vuelve a nacer en un paso recién inventado, uno que nadie podrá arrebatarle jamás.
Epílogo
El telón se cierra, pero la música que sostiene la historia de Carmen y Jonh no se apaga: late en “El marido de la peluquera”, la canción que Pedro Guerra —cantautor canario de voz susurrante y mirada de cronista— incluyó en su disco Golosinas en 1995 Spotify. En poco menos de cuatro minutos, Guerra condensa el asombro del flechazo, la ternura asfixiante del “abrázame fuerte” y la punzada de fragilidad que asoma cuando la felicidad parece tan perfecta que da miedo respirarla. Ese pulso, mitad celebración y mitad presagio, atraviesa el relato como un hilo invisible: las tijeras que brillan, el perfume que envuelve, la danza que se vuelve refugio y, al fondo, el río que recuerda lo finito de todo amor.
Escuchar la canción después de leer la historia es dejar que su espíritu nos acompañe como un faro íntimo. La voz de Guerra nos recuerda que la memoria puede ser coreografía, que el arte sostiene lo que la vida a veces no logra retener y que nombrar el miedo—“tengo miedo de que un día ya no quiera bailar conmigo”—no es rendirse, sino salvaguardar lo que importa. Cada vez que el estribillo regresa, Carmen y Jonh (Matilde y Antoine) vuelven a girar en nuestra imaginación, y nosotros giramos con ellos, descubriendo que basta pulsar play para que el amor —incluso el perdido— renazca en un paso nuevo.