El grito

Como si se tratara de una réplica andante del cuadro de Edvard Munch, los paseos de Carmen convierten la vida cotidiana en una galería de sobresaltos.
No importa el lugar. Da igual la hora. La escena se repite, transformando lo ordinario en detonante.

Puede ser caminando por la calle, cuando el claxon de un coche corta el aire como una bofetada. O el rugido de un camión que arranca justo detrás de ella tras el semáforo.
También en el autobús, al saltar de su asiento por la campana que anuncia la siguiente parada.
Incluso en su propia cocina, cuando el microondas canta victoria al terminar la cuenta atrás. Y eso que sabe que ha calentado la leche. Lo sabe. Lo recuerda. Un segundo antes. Y después, ya no.

No es miedo.
No es histeria.
No es debilidad.

Es otra cosa.
Un acto reflejo, una sacudida eléctrica que atraviesa el cuerpo sin aviso ni permiso.
—Es una alerta —le explicaron en su día—. Un mecanismo de defensa ante el peligro.
Pero en su caso, el peligro no lleva cuchillos ni caras oscuras. El peligro tiene forma de bocina, de timbre, de pasos precipitados o bolsas que crujen.

Cualquier sonido que supere los 70 decibelios y la tome por sorpresa puede ser la chispa.
La detonación.
El grito.

Una de esas llamadas «enfermedades raras». Aunque en su caso, se cumple por separado:
Una enfermedad sin causa conocida. Y una rareza que no necesita diagnóstico, basta mirar las caras de quienes presencian una de sus explosiones involuntarias.

—La rara soy yo —dice—. No por lo que tengo. Por lo que otros no comprenden.

Durante muchos años, Carmen fue reconocida por su capacidad de concentración. De niña, podía pasar horas ensimismada en la lectura, aislada del bullicio. En la escuela, los profesores valoraban su atención como si fuera un don.
Ahora, en cambio, vive a la defensiva. Con el oído en guardia. El cuerpo tenso. Como una antena abierta a todo estímulo.

Es una angustia constante.
Porque gritar sin motivo —en medio de una reunión, en el vagón del metro, en la cola del supermercado— no es algo que pase desapercibido. Ella lo sabe. Y duele.

—Nunca soporté las películas de terror —confiesa—. Me parecían grotescas esas mujeres gritando como locas.
Ahora podría interpretar todos los papeles. Sin ensayo. Sin maquillaje. Bastaría con una bolsa de patatas estallando en una mochila.

Un día, hablando con Jonh —su cómplice en la rareza, su espejo sin juicio—, bromeaban sobre la posibilidad de desaparecer socialmente.
Convertirse en una “ausente social”, dijeron.
Una figura anónima, que pasara desapercibida.
No por invisibilidad, sino por paz.

La primera prueba fue rudimentaria: se colocó unos protectores auditivos industriales, los mismos que usan los obreros entre martillos hidráulicos.
Funcionaron.
Negar el mundo sonoro fue una liberación.
Una pausa.
Aunque, claro, la estética era otra historia.

—Parecía un personaje de ciencia ficción —decía entre risas—. Pero al menos no gritaba.

Probó también con tapones de silicona. Más discretos. Más llevables. Pero no igual de eficaces. Siempre lleva un par en el bolso, “por si acaso”. Aunque ya ha aprendido que lo que alivia a algunos, a veces, solo maquilla la incomodidad.

Y entonces, en medio del caos…
Beethoven.

Nunca imaginó que sería su salvavidas. El genio sordo que le mostró, sin saberlo, el camino para encontrar su propio silencio.
Carmen, que siempre pensó que la música clásica era un lujo de otros, ahora camina por la ciudad con auriculares inalámbricos como quien lleva una armadura invisible.
A veces, con el volumen más alto de lo recomendable.
A veces, con el cuerpo balanceándose al compás de Bach, Tchaikovsky o Chopin.
Y se siente libre.

—Ahora camino con ellos —dice—. Con todos esos genios. Como si fueran amigos que me protegen.

Y si alguien la mira raro, por el volumen, por los gestos, por lo que sea…
Ella sonríe.
Prefiere parecer una adolescente enganchada a su playlist que ser juzgada por un grito que no controla.

Después de más de medio siglo, ha descubierto su estilo.
Su disfraz protector.
Su música interna.

Porque el silencio, a veces, no se encuentra tapando el ruido.
Se encuentra creando una melodía que nos permita caminar.


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