Salí de la aldea hace dos años.
No lo hice entre vítores ni con una fiesta de despedida. Me marché en silencio, como se van los que cargan más ilusiones que certezas.
Llevaba conmigo una vieja maleta que fue de mi madre, una de esas con cierre metálico que chirría al abrirse y huele a lino seco y tiempo. Dentro, apenas lo justo: algo de ropa, un par de fotos, una caja de hojalata con dulces para el viaje y el eco constante de su voz repitiéndome que no me olvidara de quién soy.
La gran ciudad me esperaba, o eso creía yo. La imaginaba tal y como aparecía en la vieja fotografía de una revista que guardé por años bajo el colchón: rascacielos infinitos, calles encendidas de luces, gente apresurada pero feliz, sonrisas amplias como promesas.
Durante años fui moldeando esa imagen como quien amasa un sueño, creyendo que, al llegar, todo encajaría con la misma naturalidad con la que encajan las piezas de un recuerdo inventado.
La ilusión se esfumó con la misma rapidez que mis ahorros.
Apenas puse pie en la ciudad, supe que estaba sola.
Sola de rostro conocido. Sola de palabras familiares.
La gran ciudad no me abrió los brazos. No me preguntó por mi historia. No le interesó mi nombre. Y yo, que venía buscando una vida nueva, no supe encontrar ni siquiera un rincón donde quedarme a solas con mi decepción.
Huía de las costumbres que mi madre nos hacía respetar a rajatabla. Aquellas recetas que cocinaba con dedicación absoluta en cada festividad, esos dulces que horneaba durante días, repitiendo las proporciones sin balanza, a ojo, con la precisión que solo da la costumbre. Reservaba para nosotros las mejores piezas, los “manjares”, como ella les llamaba. Yo, mientras tanto, soñaba con ser servida en restaurantes con manteles blancos y copas que no hacían juego, como en las películas.
Mi primer hogar fue un cuarto en un sótano sin ventilación, compartido con dos desconocidas. Más pequeño que mi habitación en la casa familiar. Sin baño. Sin ventanas. Sin esperanza.
Cuando me preguntaron qué sabía hacer, solo pude responder:
—Sé cocinar.
Y, por primera vez, recité la lista entera de dulces tradicionales de mi tierra con orgullo, con voz firme. Como lo hacía mi madre. Nunca los había nombrado con tanta dignidad.
Cambiar de lugar, no de vida.
Me lo había repetido mil veces:
—Allí no vas a encontrar nada que aquí te falte.
Y lo decía sin reproche. Lo decía desde un amor cansado.
—Sin estudios, hija, no llegarás lejos. Y eso… eso es lo único que no pude darte.
Ella quería que me quedara, que tomara el relevo en el puesto del mercado, vendiendo las hortalizas que mi padre cultivaba con manos callosas y paciencia antigua.
Pero yo soñaba otra vida.
Una que escuchaba entre murmullos en el mercado: familiares que emigraban, retornaban de visita con gafas de sol, acentos gastados, teléfonos de última generación. Presumían de prosperidad.
¿Cómo no iba a querer yo probar suerte?
Y ahora, tan lejos de casa, las únicas palabras que me visitan son las suyas.
Mientras cocino cada día cientos de pasteles, como ella me enseñó, pienso en su voz.
Algunos días se venden. Otros, terminan en la basura.
Ella nunca lo hubiera permitido. Jamás.
—La comida no se tira, niña —decía—. Se respeta.
Nada más dulce.
Los clientes van y vienen. Son rostros que no me recuerdan, que no me nombran, que pagan y siguen. Todo era tan impersonal, tan mecánico, hasta que llegó él.
Jonh.
Siempre a la misma hora. Siempre con esa manera tranquila de estar.
Tan delicado al hablar. Tan atento al detalle.
Compraba su desayuno como si fuera un gesto importante, no una rutina.
Yo lo esperaba sin decirlo. Me preparaba más de lo que reconocía.
Su sonrisa al recibir el pedido. El roce sutil de su mano al entregarle el cambio.
Un día me preguntó:
—Carmen, tienes una mano excelente para estos bollos… ¿Dónde aprendiste a cocinar tan bien?
—De mi madre… supongo —respondí, sintiendo que las mejillas se me encendían.
“Carmen”, mi nombre escrito en la placa del mandil. Se había fijado. Me había visto.
Al día siguiente, reuní valor. A mi manera, atropellada, como quien no está acostumbrada a hablar de sí. Le pregunté su nombre.
—Me llamo Jonh —dijo—. Soy de una aldea cercana a la tuya.
Y empezó a mencionar apellidos, nombres, parentescos que conocía bien.
—Tu madre me pidió que cuidara de ti.
Me quedé en silencio.
No sabía si llorar o reír.
Desde que llegué, solo había enviado dos cartas a casa. Las fechas y la dirección eran ciertas. El resto… todo lo demás era ficción.
Una vida paralela inventada entre turnos de cocina, para que ella durmiera tranquila.
Ella, que según yo no se enteraba de nada, lo sabía todo.