El pozo en el calabozo

Hubo un tiempo en que fue un guerrero.
De los que avanzan sin mirar atrás, espada al viento, la mirada fija en la victoria.
Un hombre templado en batallas que no pedían permiso, que lo arrojaban al mundo con la fuerza bruta de la vida.

Pero no fue el filo enemigo el que lo derrotó.
Ni la traición de un compañero.
Ni siquiera la muerte que tantas veces le rozó la nuca sin alcanzarlo.

Fue el amor.
El amor lo arrastró con una violencia que no supo combatir.
Le partió la coraza.
Le hirió donde no había armadura.

Y perdió todas las batallas.

En la lucha por recuperar aquello que había perdido, fue desangrándose por dentro.
Cada recuerdo era una herida abierta.
Cada silencio, un eco que lo empujaba un paso más cerca del abismo.

Ella.
El pozo negro de su corazón.
La sombra que se cuela por las escaleras de su alma.
Con cada peldaño, sus cenizas se desprenden, como polvo viejo acumulado en las paredes de su mazmorra.

Encerrado en sí mismo, descendió.
Primero a oscuras, luego en tinieblas.
Cada día, más adentro.
Cada noche, más solo.

No había barrotes físicos.
El calabozo era interno.
Un cuarto sin ventanas, donde el único sonido era el goteo constante del agua, como una cuenta regresiva sin fin, y el eco de sus propios gritos, que volvían deformados, como si otra voz, más rota, más cansada, se los devolviera.

Nadie lo encerró allí.
Se había encerrado él.
Con su culpa.
Con su pena.
Con el deseo ardiente de que ella regresara… aun sabiendo que no lo haría.

Había perdido el amor.
Y con él, su dignidad.
Su propósito.
Su nombre.
Porque ¿quién es uno cuando ya no se recuerda en los ojos del otro?

Pensaba en ella como se piensa en la salvación.
Con desesperación, con hambre, con miedo a merecerla.
Recordaba sus gestos, sus manos, su voz.
Intentaba recomponer su rostro, pero era como mirar a través de un vidrio roto: las piezas estaban allí, pero ninguna encajaba.
Había olvidado cómo verla.

Eso lo desgarraba.
Más que la ausencia, más que el arrepentimiento.
El olvido involuntario.
Esa forma cruel en la que la mente decide protegerse de lo que más duele.

No le quedaban fuerzas para levantarse.
Ni planes, ni futuro.
Solo un murmullo interior, una llama mínima:
el anhelo.

Ella era lo único que le quedaba.
La imagen borrosa de un amor que había desperdiciado, traicionado, asfixiado con sus propias manos.
Y aun así, la necesitaba para seguir respirando.

Se repetía que tal vez, algún día, ella podría perdonarlo.
Que si el tiempo era bondadoso —aunque nunca lo había sido—, tal vez sus pasos se cruzarían de nuevo.
Y en lugar de esperar la muerte, podrían envejecer juntos.
Con menos peso.
Con menos rabia.
Con más silencio compartido.

Pero no había certezas.
Ni siquiera promesas.
Solo la rutina del dolor.
El rito de sobrevivir cada día como quien carga piedras en los bolsillos para no flotar.

Porque en lo más profundo del calabozo, lo único que resuena no es un grito.
Es una plegaria muda.
Una súplica sin palabras.

Que me recuerdes.
Que me perdones.
Que me veas.

Y mientras tanto, el guerrero ya no blande su espada.
Solo acaricia el anillo que aún lleva al cuello, colgado de un cordel.
Y se dice que tal vez, si alguna vez vuelve a ver la luz…
no será para pelear, sino para pedir perdón.

Epílogo

Esta historia, que parece lejana, que suena a tragedia antigua, se repite cada día en voz baja, en miles de vidas que caminan sin ruido.
Porque no siempre hacen falta barrotes para estar preso.
Ni cementerios para vivir de luto.

Vivimos en una época de prisas, de imágenes, de respuestas inmediatas.
Pero hay heridas que no se muestran en redes.
Duelo que no cabe en palabras.
Y culpas que se arrastran sin haber cometido ningún delito.

Las enfermedades psicológicas ya no son tan invisibles como antes, pero siguen siendo difíciles de mirar de frente.
Quienes las sufren, muchas veces, se encierran sin llave.
No porque no quieran salir, sino porque no recuerdan el camino de vuelta.
O porque la oscuridad, con el tiempo, se convierte en refugio.

Este relato no busca redención.
No ofrece recetas.
No intenta resolver.

Solo quiere nombrar el pozo.
El pozo de la ausencia, de la culpa sin motivo, del duelo que se enquista, del amor que se vuelve peso, de la vida que, sin querer, se va convirtiendo en sombra.

Hablar de eso también es un acto de amor.
Porque a veces, lo único que necesita quien está abajo es saber que alguien lo ve. Que alguien sabe. Que alguien espera.

Y que aunque no quiera, aunque no sepa cómo,
aunque lo intente y no lo consiga,
no está solo.

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